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parálisis cerebral

Julián Triguero, una vida sobre ruedas

Julián Triguero tuvo una parálisis cerebral al nacer que afectó a su motricidad —tiene un 84% de grado de minusvalía— y pese a los obstáculos del día a día rebosa alegría y demuestra que la clave está en disfrutar la vida como le ha tocado vivirla 

| 20/11/2019 | 12 min, 18 seg

VALÈNCIA.-Julián Triguero nació el 4 de junio de 1964 en casa, como muchos otros niños de su edad en aquella época. Lo hacía en el seno de una familia humilde de un pequeño pueblo situado a más de setenta kilómetros de Cuenca. Su vida hubiese sido como la de otro niño si su llegada no hubiese tenido una complicación: el cordón umbilical se enroscó en su cuello, lo que hizo que tuviera una falta de oxígeno prolongada que dañó su cerebro. Fueron momentos difíciles e incluso su familia pensó que lo perdían pero, aparentemente, superó la dificultad y volvió a respirar. Todos lo hicieron con él y para asegurarse de que estaba todo correcto le llevaron al médico más cercano. Al examinar al bebé, el profesional les explicó que no se preocuparan, que su hijo estaba bien.

Pasaron los meses y su madre, Guadalupe Molinero Triguero, notó que no evolucionaba igual que lo hizo su primer hijo, Gerardo, pues ni gateaba ni llegaba su primera palabra. Mientras tanto, y aferrándose a la fe, su madre peregrinó al Santuario de Lourdes para pedir que su hijo se recuperara. «Me aferraba a lo que podía para que a Julián le fueran bien las cosas», comenta.

Con seis meses recién cumplidos, se mudaron a València para que Julián recibiera una mejor atención médica. Su padre, Florencio Triguero, aceptaba todo tipo de trabajos para poder alimentar a la familia, mientras su madre se entregaba en cuerpo y alma a los cuidados del pequeño. La lentitud de la Seguridad Social hizo que su madre invirtiera algunos ahorros para acudir a un médico privado. En su primera visita el médico le recetó un remedio ‘infalible’: «Me dijo que pusiera cal viva en un colchón para que Julián —tenía un año— reaccionara y caminara. Lo hice y no funcionó, solo conseguí que llorara más». En la segunda visita, «me dio unas pastillas y me dijo que no me preocupara, que Julián pronto se recuperaría», comenta con cierto enfado por las falsas esperanzas que le dio. Julián, con una carcajada estridente y mostrando su ácida ironía, espeta: «aquí sigo sentado». 

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Fue en la Fe y ya con cinco años cuando le dieron el diagnóstico: al nacer tuvo una parálisis cerebral que le causó tetraparesia —disminución de la movilidad (paresia) en las cuatro (tetra) extremidades— y un 84% de grado de minusvalía. «Julián solo mueve el cuello 15 grados y la mandíbula pero la parálisis cerebral no significa que el cerebro esté paralizado», explican resaltando que Julián es una persona inteligente y con mucha memoria, al margen de ser muy sociable y vital, aunque también tiene el don de sacar de quicio a su familia. «Hay días que lo tiraría por la ventana», ríe su hermano Gerardo mientras Julián pone cara de pícaro. Si tuvo un diagnóstico muy tardío fue debido al desconocimiento que había por aquel entonces, pues hoy la parálisis cerebral es una de las causas más frecuentes de discapacidad motórica y la más habitual en menores. Tanto es así que se estima que una de cada 500 personas nacidas en España la padece. Dicho de otra forma, en España hay 120.000 personas con parálisis cerebral.

La familia reconoce que el diagnóstico fue un golpe duro y que tardaron un tiempo en aceptarlo pero las ganas de vivir de Julián y su curiosidad la llenaron de valentía. «Tuvimos nuestros momentos difíciles pero conseguimos ver la parte positiva de todo», comentan. Además, ya conscientes de que jamás caminaría, Julián tuvo su primera silla de ruedas, lo que facilitaba los desplazamientos aunque no su independencia.

Pasarían aún tres años hasta que pudiera acudir a un centro de logopedia para aprender a hablar y a escribir, algo que hoy en día no ocurriría, al igual que las clases, que serían en grupo con otros menores con discapacidades similares. «Hoy en día hay muchos más avances y el diagnóstico es más precoz y exacto por lo que, quizá, si Julián hubiese nacido hace diez años, tendría más habilidades físicas o intelectuales que ahora. Además, se apuesta por la atención individualizada para que los resultados sean aún mejores», comenta Cristina Amorós, terapeuta ocupacional en la residencia Pepe Alba en la que hoy vive Julián. Además, insiste en que «ahora se hacen más esfuerzos por fomentar la motivación y la estimulación de los menores, aspectos que antes ni se les prestaba atención».

Julián no recibió a su debido tiempo el tratamiento que necesitaba pero su madre se esforzó para que el pequeño hiciera cosas y no se quedara postrado todo el día en una silla de casa. «Se esforzaba para que estuviera activo, nunca me dejó ‘encerrado’ en casa, como otros niños de mi edad que también estaban en silla de ruedas», comenta Julián resaltando que su madre lo involucró en asociaciones y en la Cruz Roja para que aprendiera y se relacionara con gente. 

Lucha por una silla de ruedas

Una dependencia que conllevó nuevos problemas. Por ejemplo, con once años su peso era considerable y sus padres ya no podían subir las escaleras de la finca con él en brazos así que decidieron buscar un nuevo hogar con ascensor. Un nuevo gasto para una familia que solo contaba con los ingresos del padre. Además, su madre se hacía mayor —le costaba empujar la silla de ruedas— y Julián quería ser uno más por lo que, a su modo, se hacía ver. «A veces se tiraba de la silla para que le hiciéramos caso», comenta Gerardo mientras Julián le corta para defenderse: «era injusto que él pudiera irse y hacer cosas; yo también las quería hacer así que me tiraba de la silla para que me llevaran con ellos».

Esa dependencia se acrecentó cuando a los dieciocho años empezó a ir a un centro ocupacional en Silla. «Al no tener movilidad no podía hacer nada, así que me limitaba a ayudar a mis compañeros y a dirigirles en lo que hacían», explica Julián. Permaneció en el centro hasta que cumplió 42 años y lo trasladaron a la residencia de Mas Camarena, un centro concertado que atiende a personas mayores y a personas con movilidad reducida. «El transporte era muy complicado porque no estaba debidamente acondicionado y con mis padres ya bastante mayores no podían empujar la silla», comenta Gerardo sobre el cambio a una residencia. Fue por su bien pero la realidad mostró lo contrario: «Sergio, un chico de Gandia que iba con muletas, me escondía en sitios apartados, como el baño más alejado o debajo de las escaleras, y yo comenzaba a chillar a grito pelado hasta que me encontraban las enfermeras», cuenta Julián matizando que «era muy malo; no hacía gracia». 

«La vida está para vivirla y disfrutarla y tienes derecho a ello, pese a tener una discapacidad», afirma Julián

No fueron los únicos inconvenientes que tuvo en la residencia pues también denuncia la atención deficitaria del centro: «Solo nos duchaban una vez a la semana o cada tres días; no había suficiente personal y, a veces, había solo dos personas por la noche para atender a unas veinte personas con un grado de discapacidad muy elevado, por lo que higiénicamente no estaban bien atendidas esas horas». De hecho, Julián y otros afectados reunieron firmas para protestar contra esta situación. Según explica, Bienestar Social inició un expediente sancionador a la resisdencia y ahí acabó su estancia allí. «Me invitaron a irme del centro», señala. Era 2011 y la suerte le llevó a donde está hoy: la residencia Pepe Alba para personas con discapacidad física y que cognitivamente no tengan ningún problema. Una residencia, además, en pleno centro de València por lo que los residentes pueden tener gran independencia. 

Sin embargo, Julián seguía siendo dependiente, lo que le obligaba a pedir que le llevaran de un lado para otro. Una situación que terminó cuando luchó por tener una silla de ruedas eléctrica. No fue un proceso sencillo porque debía encontrar un sistema que le permitiera mover la silla por sí solo —sería un botón que presionaría con el mentón— pero con ella consiguió una nueva vida: «Al principio era muy complicado porque me chocaba con todo e incluso se me cayó encima algún que otro mueble», comenta Julián mientras Cristina sostiene que una vez dominó su manejo «tuvo capacidad de elección porque ahora puede ir allá donde quiera».

Así,  muchas veces va a la farmacia, hace recados, se da un paseo o queda con amigos en la cafetería. Tanto es así que hasta las camareras del bar de la esquina ya le conocen y entienden —comprender a Julián requiere un cierto tiempo—: «Julián es muy listo y queda con la gente fuera para tomar una Coca-Cola, una cerveza o picar Donuts, papas o lo que sea», afirma Cristina mientras Julián emite uno de sus gritos. No dice nada, solo agacha la cabeza y sonríe con cara de no haber roto un plato. 

 No se defiende porque sus 97 kilos le están ocasionando ciertos problemas de salud, aunque él insiste: «No es cierto; no tengo ningún problema». Pero sí lo es, pues necesita una grúa para levantarse y acostarse de la cama, al menos cuatro personas le ayudan a entrar en la piscina y lleva una dieta especial. 

Julián se siente contento y querido en la residencia aunque sus compañeros no tienen tantas inquietudes o intereses por participar en talleres o realizar actividades conjuntas. Eso sí, cuando las hacen están encantados, como el día en que se fueron a ver Campeones y todos en el cine gritaban y se entusiasmaban. Es cierto que Julián no puede hacer nada, pero guía a los demás en cómo hacer las cosas o en los últimos meses se esfuerza por escribir whatsapp mediante un botón que mueve con el mentón. «Puede estar toda la mañana escribiendo un mensaje pero así podemos concretar cómo quedamos o él mismo puede escribir a sus amistades o a Rocío, una chica que está de prácticas y a veces le acompaña a Decathlon o a cualquier otro sitio que esté más allá del centro», comenta Gerardo. Eso sí, Julián sigue buscando la manera de presionar el botón del ascensor para subir a su cuarto porque depende de las enfermeras o de otros residentes y «a veces es un rollo». 

Su vida es un continuo obstáculo pero lucha por ser independiente. «La vida está para vivirla y disfrutarla y tienes derecho a ello, pese a tener una discapacidad», comenta Julián llamando «locos» a quienes prefieren quedarse sentados y sin hacer nada. Su positividad, vitalidad y curiosidad abruma pero también su alegría por vivir la vida. «Siempre está feliz y ve las cosas positivas a la vida, relativizando todo aquello negativo que le pasa», explican sin obviar que, como cualquier persona, tiene sus días malos. Julián no ve nada de extraordinario en su jovialidad y para él la clave está en «disfrutar de la vida, a veces como todos y a veces de otra manera». Y sigue aferrado a un sueño: poder viajar por Europa.  

La odisea de viajar en tren

A Julián le gusta mucho viajar pero se lo piensa dos veces antes de usar el transporte público pues los obstáculos de su día día se multiplican. Ejemplo de ello es la visita que hizo a Gandia con el tren de Cercanías que cogió en la Estación del Norte de València. El tren que llegó no disponía de rampa para personas con movilidad reducida. «Una persona de seguridad me tuvo que alzar a pulso —un peso de unos 235 kilos (la silla pesa 142 kilos con la batería y Julián pesaba por aquel entonces 93 kilos)— para meterme en el tren a empujones», recuerda. Una acción que se repitió al llegar con un agravante: la separación entre el andén y el tren —la estación de Gandia todavía no se ha adaptado—. 

Sin embargo, no es la única experiencia negativa con Renfe y el servicio de Atendo (solo disponible para Alta Velocidad y larga distancia) pues en su viaje a Oviedo desde València para asistir al congreso nacional de Parálisis Cerebral tuvo muchos inconvenientes. Los tuvo al comprar un billete de plaza H (plaza para silla de ruedas) porque no se puede adquirir con antelación ni por internet, lo que obligaba a su familia a estar pendiente. A esta situación se sumó que su acompañante no pudo adquirir un asiento junto a él por lo que se sentaría en otro vagón —«¿cómo va a ir solo en un viaje de ocho horas si no puede hacer nada por su propia cuenta?», insiste Gerardo—.  La suerte y la caridad de las personas que estaban en Preferente hizo que Julián estuviera atendido por ellas. Sin embargo, no pudo ir al baño en todo el trayecto porque «no estaba cerca y la silla no cabía entre los pasillos».  Un periplo que por suerte no ocurrió en el último congreso, que tuvo lugar el pasado mes de octubre en Córdoba. 

* Este artículo se publicó originalmente en el número de 61 (noviembre 2019) de la revista Plaza

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